martes, 4 de septiembre de 2007

Historia de tres amores

De regreso a ese cementerio de talento y baradero de ilusiones, en el que da lo mismo ser tachidito el de los protagonistas o el próximo John Lennon porque al final todo depende de la suerte. Ahí entre eternas rémoras sociales, fósiles malolientes y promesas marmoteras, con Carlos Santana al pie de las escaleras vendiendo empanadas bolivianas, en ese lugar donde converge la genialidad y la estupidez. Ahí, un par de ojos se cruzaron con los mios; vestida con una blusa verde de esas que aunque holgadas dejan ver la redondez de los senos de su portadora, jeans azules de esos que no tienen bolsas atrás, lo cual de alguna maldita manera hacen que a cualquiera se le vean unas nalgas suculentas... a cualquiera. Movió el cabello con un resorteo de cabeza cuando cruzaba la explanada, en ese momento me vio a lo lejos erguido cual estatua griega, parado arriba de un barandal que hacía las veces de pedestal para mí y mi lectura. Fueron siete segundos se intercambio sexual via ocular que se interrumpieron por el pilar que sostiene el edificio, después cuando me di cuenta de la presencia de cupido, aparté la vista de una línea que decía "otra vez la perra al chile" en mi lectura, para catafixearla por un meticuloso escaneo a la silueta de esa poderosa afrodita que seguramente sintió la lascivia que la envolvía porque en un movimiento similar al primero hizo que nuestras miradas se cruzaran nuevamente, ella se perdió en el horizonte con un trozo de mi corazón en sus manos y mi imaginación en su cuerpo.

Dos horas después, parada junto a una de las puertas del vagón con destino a indios verdes, con unos convers negros, pantalón entre verde y café, chamarra negra tirándole a gris y una mochila de la pantera rosa (cual caja fuerte). Conmigo echado... arranado más bien junto al chaparro simpaticón y el hombre grande de barba, mirando cómo el cabello le cubría graciosamente los hombros, intentaba adivinar la magnitud de su belleza en el reflejo del vidrio de la puerta. Pasaban las estaciones, subía y bajaba la gente, los idiotas a mi lado veían porno en un iPod, y yo, con la mirada clavada en su incógnita, que prometía por el contorno de sus caderas, por la referencia en el vidrio, por la postura al pararse, por la estatura que yo calculaba mediante distancias y recuerdos, por todo eso, sin siquiera un hola, sin el reflejo de sus ojos o el resplandor de su sonrisa, yo ya le había entregado mi corazón y la promesa de mi ser. En centro médico, cuando hubo que abandonar la nave, volví la mirada para corroborar mis sospechas, las cuales no sólo fueron desmentidas, sino rebasadas brutalmente cuando vi a una diosa de piel blanca y nariz respingada. Cerró la puerta y con el metro se me fue la vida.

Una hora después, empapado por la lluvia, abordé un pesero que al igual que el cielo hacía agua en su interior. Me acomodé en el asiento pegado a un costado de la unidad, el que va viendo de lado y no de frente, que para mi fortuna ayudó a descubrir unos ojos verdes adornados por unas cejas breves, una nariz pequeña y una sonrisa juguetona, aretes en forma de estrella rayada en blanco y negro, suéter azul y camisa blanca... iba con su madre. La imaginación me guió a vislumbrar la lolita sexy y cariñosa. Levanté la voz en mi conversación que relataba viejos triunfos en el campo de batalla, anécdotas gloriosas de un pasado lejano. Llamé su atención, me miró, la miré, me sonrió, la mamá me la mentó con la expresión, no me importó. Seguí hablando, para mostrar mi persona a través de mi lengua. Funcionó porque al bajarme y cruzar la calle, volví la mirada y ella me obserbaba detrás de la ventana, a través de la lluvia recibí un guiño que me hizo sentir miserable porque la luz verde del semáforo indicaba la despedida.

Fueron tres amores en un día, tres bellas mujeres a las cuales nunca les hablé, lo que me convierte instantaneamente en el maricón más grande del mundo... merezco la muerte.

Salúd!

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