miércoles, 16 de enero de 2013

¡Awww, ternura!

Puchero, ojo Remi, mueca jotolona, afloje de chimuelo-milarrugas y el respectivo “ahhh”, dejé escapar al ver un cachorrito regordete, patón de mirada soñadora y lleno de vida, siendo sostenido por Carmen Ponce, la primera ciudadana que logró adoptar a uno de los malditos perros asesinos de la jauría de Iztapalapa, esos que son presuntos culpables de la muerte de seis personas de septiembre a la fecha en el Cerro de la Estrella.

Está tan bonito, se parece tanto al labrador que sale en los comerciales de papel higiénico, que me dieron ganas de ir por uno para llevármelo a mi casa y, aprovechando sus antecedentes penales, entrenarlo como un verdadero can homicida despiadado, que no tenga piedad con los rateros ni con los testigos de Jehová, esos pinches inconscientes que los domingos por la mañana van a tu casa a hablarte de la salvación y del camino de Dios, sin importar que estés crudo en tu cama con dos prostitutas en ácidos al lado.

Un perro iztapalapense, presunto asesino de cuatro adolescentes, una ñora y un bebé, es perfecto para mantener a raya no sólo a los fanáticos religiosos, sino también a los que venden yogures a punto de caducar por caja o los cobradores de Coppel y Elektra, quienes lo pensarán dos veces antes de intentar acercarse a la puerta.

Para esas tareas ya tengo a mi rottweiler Bruce, pero creo que lo tendré que relevar de su cargo, pues el muy marica sí se le avienta a la gente, pero nomás para abrazar y lamer la cara de las visitas.

¡Chá!

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