viernes, 14 de septiembre de 2012

En el Hipódromo

¡Agüebo!, me dije a mí mismo, al ver que uno de los caballos se llamaba Punta norte, igual que el centro comercial en el que compré los pantalones que estaba usando. ¡Son señales!, pensé mientras le daba un trago a mi tequila, derecho como los hombres, antes de correr a la taquilla a meterle 20 varotes al cuaco para que llegara en primer lugar, haciéndome ganar un chingo de lana, porque al parecer sólo yo le tenía fe.

Y arrancaron los animales, dejando tras de sí una nube de polvo que me impedía ver el número del que iba a la cabeza, confiando en que éste correspondiera al que traía impreso en mi boletito. Ahí iban, nariz con nariz, debatiéndose la punta en una carrera de cuarto de milla más impresionante que las que se arman sobre Tlalpan los lunes en la madrugada. Yo, gritando como si le hubiera puesto toda mi quincena (casi), descubrí con tristeza que mi pinchi equino culero había metido reversa en la línea de salida, y que trotaba alegremente por la pista en sentido contrario. ¡Yo y mi ropa de outlet!

Chillando como nena, me disponía a marcharme a seguir jugando con el azar en el futbol llanero y el box ranchero, donde sí hay lana, pero en mi camino me topé de frente con Rebecca Jones. Ese rostro de ensueño y esa figura a la que le dediqué tantos homenajes en mi adolescencia mientras veía El alma herida, me hizo recuperar la esperanza con una sonrisa lejana. Lo malo es que esos eran mis últimos 20 varos, que usaría para mi pasaje de regreso.

¡Chá!

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