jueves, 15 de enero de 2009

¡Sangre!

¡Puack!
Fue el sonido que hice cuando al fin pasó. Al abrir los ojos el monitor de mi computadora estaba todo salpicado de rojo, los demás me miraban incrédulos mientras yo no caía en cuenta que tenía el hocico lleno de sangre.

Los minutos, las horas y los días enteros en que reprimí los deseos de saltarle encima, de morderle las nalgas, arrancarle la blusa para succionarle los pezones y seguirme vampirescamente hacia su cuello, de besar sus labios como aquel adolescente que nunca lo ha hecho, de rasgarle la ropa, nalguearla, apretarle el cuello y poseerla brutalmente como lo haría un cavernícola que rompe el celibato, al fin había salido.

Todo eso se había acumulado dentro de mí como el polvito de arroz en el fondo de la jarra de agua de horchata, la presión de los fluidos había aumentado mi ritmo cardiaco, subido mis niveles de azúcar, acelerado el corazón y cuando no pudo más, explotó cual olla exprés de frijoles. O me decidía y en ese momento la hacía mía en frente de todo el mundo o me daba un ataque.

Salí corriendo del lugar. Así fue como perdí el mejor trabajo que tuve en mi vida; buena paga, buenas prestaciones, buen horario y la mejor nalguita de vieja con la que uno pueda compartir el tiempo de oficina

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