lunes, 12 de agosto de 2013

¡Ay qué coqueto güey!

A la distancia, esas botas cafés de gamuza se veían finas. Conforme me acercaba, distinguía cada vez mejor la precisión de sus costuras, lo delicado de la textura, la tersura de la piel, la forma en la que se plegaban en la curva del tobillo y la sutileza del cierre posterior, no sin mencionar el elegante tacón, de dos o tres centímetros con madera de primera y goma silenciosa al caminar. Una obra de arte de alta peletería que no se consigue en cualquier puestito de cacles en León, Guanajuato.

Lo curioso era que sobre ese par de botas, que se elevaban graciosas desde el suelo hasta casi las rodillas, había un güey prieto-prieto-prieto, de al tiro costeño, gordo panzón, que con los pantalones tan apretados parecía un embutido desparramándose por el centro, porque la playera, de delgada tela elástica color café, para que combinara con la botas, apenas podía contener toda la humanidad de aquel ser que esperaba la llegada del Metro con una postura que decía ¡tómame, perra!

Al voltear, su rostro presumía unas cejas meticulosamente depiladas, maquillaje tenue sobre los cachetotes, hocico parado, como si estuviera pidiendo beso o le acabaran de dar un puñetazo, peinado de lado y con planchado perfecto, bajo una gorra al estilo militar, pero de lado para verse más fashion.

¡Qué bonitas sus botas! ¿Pero es un hombre, verdad?, me preguntó mi mujer, apretándome la mano con la fuerza de los celos por la prenda. See, me limité a contestar.

¡Chá!

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