viernes, 22 de julio de 2011

Profanador olmeca

“Joven, no se puede sentar sobre el Quetzalcóatl”, me dijo muy seria una policía del Museo Nacional de Antropología, a lo que yo respondí apenado con un “¡ah cabrón!, sisierto”, mientras despegaba mis nalgas de una piedra en forma de víbora que se encontraba en la Sala Mexica, en donde yo me había ido a reposar la hueva mientras se inauguraba una exposición inédita de piezas de la cultura olmeca.

En lo que la oficial me echaba ojos de odio por haber semi-pedorreado una escultura de 600 años de antigüedad, detrás de ella estaba un niño tratando de meter un chicle masticado a la nariz de una cabeza de seis toneladas de peso, frente a la mirada de todo el mundo, menos la de sus padres, quienes estaban fajando detrás de un monolito al fondo de la habitación.

Para su mala fortuna, los brazos del pequeño eran muy cortos para llegar a la fosa nasal de seis pulgadas de diámetro, por lo que la golosina quedó en el suelo y con ella, cayeron los reclamos entre los uniformados, que discutían por saber quién era el que debería haber estado vigilando el área donde una figura milenaria estuvo a punto de ser estropeada.

Al final, la memoria y el honor de aquellos guerreros que inspiraron esas cabezotas eventualmente será mascullada por algún maldito escuincle maldoso en estas vacaciones.

¡Chá!

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