viernes, 11 de septiembre de 2009

De cuando sí me rifé

Los hombres de verdad no se deprimen cuando una mujer los abandona ¡ni madres!, pero la condición humana es tan fuerte que a veces es inevitable hacerlo.

Sin embargo, aquel que se diga verdaderamente hombre no deberá derramar una sola lágrima, no hará pucheros, no escuchará canciones cursis cuando ese fragmento de herencia homo sapiens quebrante nuestra infinita testosterona. ¡Nel! Los machines de a devis estamos obligados a empedarnos con aguarrás y thinner, a gastar 2 millones de pesos en putas y teiboleras, a jugar ruleta rusa, entre otras chaquetas mentales.

Para uno que no se anda con mamadas, simplemente se desquita con lo primero que encuentra. Cuando la pinche condición humana nos obliga a sentir esa ausencia, la mente, independiente del razonamiento emitido desde los testículos, no puede evitar reaccionar con puterías.

Y yo, que oficialmente soy conocido como la siguiente escala en la evolución del “güey”, después de ser desechado como pañuelo de moquiento por mi sueño de felicidad definitivo, me retiré un par de meses de la vida pública, quedando relegado a la monotonía del trabajo. Hasta que, debido a pendejadas físicas, esa depresión escondida tras toneladas de masculinidad se presentó en forma de un problema inmunológico que me dejó tres semanas en cama.

Una vez recuperado, caí en una dinámica decadente en la que le tiraba a, literalmente, lo que se moviera. Con el único fin de desquitarme de ese daño a mis facultades sementales.

En la última… la más reciente de las chingaderas que cometí, de plano retomé una vieja apuesta en la que me tenía que rifar el físico con un ser infumable a cambio de una Combo Whopper con papitas (cortesía de mi amiguito Daniel Orestes Morales Galván), para así clausurar esa urgencia de “lo que sea”.

El hecho me fue relativamente fácil, tanto que hasta llegué a pensar que en realidad era yo una nalga de proporciones bíblicas y que ninguna vieja me merecía. Me bastó con un par de detallitos, dos tres poses, una que otra frase y ya la tenía succionándome las gónadas a cambio de nada.

O eso pensaba yo. Ya que como es mi costumbre, el chirrión me salió por el palito (nunca entenderé el sentido de esa frase), puesto que esa atracción se convirtió en idolatría hasta llegar al fanatismo, en la que ella me veía con ojos de amor, se deshacía con cada roce, besaba el suelo que la suela de mis converse pisaban y me juraba amor eterno.

Podrá ser el ideal de muchos, pero tener un perrito faldero no es algo que me agrade, por lo menos no uno con esa voz, esa cara, esa actitud, esa “personalidad” y esas chichis, que dicho sea de paso, no son lo que aparentan.

El caso es que, una vez más, me encontraba en esa situación en la que acostumbraba abrirme para dejarlas desvestidas y muy alborotadas (que culero que lo haiga hecho varias veces), ¡pero nel! Al chile mi chile y yo decidimos aventarnos el tiro derecho… bueno, a medias la neta, porque si no hay decisión pus’ cómo.

Al final creo que la humilló más el que ya no le haya vuelto a hablar y que se haya enterado por otro lado que yo nomás andaba jugando a culerear porque estaba dolido. Ni pedo.

La voz de mi conciencia (que en realidad suena mucho a la de Jonathan Pardiñas) me dice que no publique estas líneas porque nomás me voy a quemar más de lo que ya estoy… pero como si no lo estuviera ya

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