martes, 20 de noviembre de 2012

Oh, maldito trauma

Al ver sus grandes ojos de largas pestañas e hipnóticas córneas tan negras como lo profundo de mi conciencia, regresaron los temores que pensé haber superado. Su rostro de perfectas proporciones estaba guardado en el fondo de mi cerebro, ahí donde se quedaron mis sueños y aspiraciones, pero al verla entrar por al departamento en un cuarto piso de un edificio viejo en la Narvarte, en donde pensaba ahogar más frustraciones en una botella de Bacardí, mi corazón se estremeció.

Si yo hubiera sido un perrito (y no metafóricamente hablando), ese piso tendría una gran mancha de orina con olor a temor y ansia, de la impresión que me causó el observarla llegar, recordando todos y cada uno de nuestros encuentros a lo largo de los últimos 13 años, que no fueron muchos pero sí muy bochornosos.

Un sudor con olor a cuba comenzó a inundar mis axilas y sienes cuando ella, con su infinita sonrisa, se alegró al verme y me extendió un saludo que casi hace que echara a perder mis pantalones de la suerte, esos Oh pomp! con los que sí me daba. Un beso en la mejilla y un abrazo prolongado que me dio tiempo de desarchivarla de mi mente, fueron suficientes para que yo me volviera a enamorar de su nombre: Alina.

Al igual que en mis años en el CCH Sur y en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, además de esos encuentros que se suscitaron mientras me andaba dando a una de sus amigas, la noche del sábado pasado no le hablé, pues todavía pierdo el sentido en su presencia.

¡Chá!

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