viernes, 25 de mayo de 2012

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Tuve que esperar a que la puerta de la casa se cerrara tras de mí, porque qué oso me da llorar en el pesero.


¡Sírveme otra Armando!, pedí con el vaso en la mano extendida, mientras el cantinero observaba cómo mis lágrimas se confundían con las gotitas de mezcal que se habían derramado en la barra a lo largo de las últimas rondas, que se prolongaron hasta que la cortina del bar se cerró para que pudiera envenenarme a gusto y cumplir con la Ley de establecimientos mercantiles al mismo tiempo.

“Estoy cansado de estar solo. Aún tengo un poco de amor para dar. ¿Podrías hacer como si de veras te importara?”, cantaba la voz de seda de Roy Orbison, acompañada de Jeff Lynne, Bob Dylan y Tom Petty, en un viejo video de los Traveling Wilburys sonando en la pantalla de un toda-vía-más viejo televisor sintonizado en el canal VH1 en una de las paredes. El último madrazo recorría mi garganta, tan anestesiada ya que no necesitaba del sabor del limón para aminorar el patetismo.

Mis ojos en blanco se secaron de tanto olvidar. Armando aprovechó el lapsus para recoger las llaves del Mustang rojo estacionado en la banqueta, para evitar que al salir lo estrellara contra la parada del Metrobús Jardín Pushkin. No fuera a perder a uno de los clientes más fieles que tiene el bar La giralda, donde paso las noches convenciéndome a mí mismo de que vale la pena morir de amor.
¡Salud!
 

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