viernes, 25 de octubre de 2013

El escuadrón de cholos

En la estación del Metro Auditorio, seis güeyes de cabeza pelona, ropas guangochas, cicatrices sobre tatuajes malhechos en cada superficie visible de piel, paliacates en la cabeza, tenis sin agujetas y con actitud de "yo si quiero te mato y te violo antes para que sufras", se treparon al vagón en el que apaciblemente venía leyendo mi Condorito y escuchando el disco Uno entre mil de Mijares.

Estratégicamente, aunque todos entraron por la misma puerta, se repartieron a lo largo, para que nadie se les fuera a querer pasar de lanza. El que me tocó a mí, que era el más grande y feo de todos ellos, hasta me pidió de la manera más atenta que me quitara los audífonos para que lo oyera cómo me vendía unas paletitas de sandía con chile, bien horribles, de a dos por diez varos, los cuales pagué gustoso, porque el ofrecimiento traía implícito que de negarme terminaría con una navaja oxidada en el páncreas.

Pero yo, en un afán de llevar a cabo mi labor informativa y sintiéndome muy la reata, que saco mi teléfono para tomarles una foto y denunciar el hecho a Joel Ortega, el director del Metro, para que esos ñeros no sigan lucrado con el terror que provoca la cara que diosito les dio. Sin embargo, oh estupidez mía, no me di cuenta que no le quité el flash y evidencié mi atrevimiento. Afortunadamente los güeyes venían muy drogados como para percatarse, y de esa forma me evité la penosa necesidad de partirles su madre a todos cuando me reclamaran.

¡Chá!

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