viernes, 27 de septiembre de 2013

El pinchi cholo

Tenis viejos sin agujetas, señal inequívoca de que alguien ya estuvo en la cárcel, porque ahí te las quitan para que no te ahorques. Pantalón caído a media nalga con un mecate a modo de cinturón, no por moda, sino porque no hay nada más que ponerse. Camiseta raída sin mangas, que muestran un par de escuálidos brazos quemados por el sol y marcados por cicatrices y tatuajes mal hechos, otra evidencia de un largo tiempo bajo la sombra. Cabeza rapada y chipotuda, con un leve olor a thiner, advertencia de que ya todo valió madre.

El güey se trepa al Metro y se sienta a dos lugares de donde yo estoy comiéndome los mocos. Al verlo, instintivamente guardo todas mis pertenencias de valor, dejando lo que menos me dolería que me arrebataran a punta de navajazos. El cholo me da la espalda, pero su simple silueta es tan atemorizante como para que a mí se me afloje el acá. En mi mente, le pido al chaka que, por su bien, no me asalte, porque regresé de Acapulco con el estómago bien madreado y al mínimo susto podría tirolear a todos los que vienen en el vagón.

Al voltearse, su imagen de cholo maldito se desvanece, y en su lugar queda sólo la ternura de un pobre baboso demasiado drogado para saber lo que hace. En un principio, la marca en el pómulo me hace pensar en la lágrima que portan aquellos que han matado a una persona, pero conforme se va volteando descubro que en realidad el güey se tatuó la palomita de Nike con todo y letras, provocando en mí sólo risa.

Claro, no le tomé una foto porque, por muy naco que sea, todavía me anda partiendo mi madre y picándome con su filero, que seguramente debió traer guardado en el culo. ¡Chá!

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