lunes, 2 de junio de 2014

Suicidio en pantalla

Al llegar a la taquilla del cine, con esas ganas que tiene uno de tirar dos horas de la vida a la basura como si nunca las fuera uno a ocupar, vi es póster del estreno de Cambio de ruta, una película con Sandra Echeverría y mi mente sólo pudo pensar en nalgas, por eso entré... eso y el hecho de que era la única función que iba a empezar temprano y qué hueva tirar el tiempo paseando por una plaza con las tiendas cerradas.

Desde que empezó la película supe que iba a ser una porquería, pues la introducción en animación como de programa para niños retrazados en un canal del gobierno ya avisaba de la falta de imaginación de sus realizadores para introducir la historia, con una canción que ni en drogas compondría Arjona.

El planteamiento de la trama es: Sandra Echeverría, que se cae de buena, es la mejor guía de turistas de la Riviera Maya pero sufre porque no tiene novio, a pesar de andar en bikini todo el tiempo y parecerse a Lara Croft (la chichona de los videojuegos de Tomb Rider). Vive junto al mar con su papá músico y su mamá vendedora de consoladores, porque algún guionista muy original se le hizo eso un gran detalle. Su mejor amigo es Héctor Jiménez, quien se consolida como el gran patiño del cine mexicano; lo hizo junto a Jack Black en Nacho Libre, como el Cacayo en Besos de azúcar de Cuarón y como el Charal junto a Eugenio Bartilotti en Fachon models, y aquí también es el personaje más simpático, aunque haga el mismo de siempre.

A la sabrosa le molesta un cambio en la empresa para la que trabaja, que es convertida en parte de un corporativo sin corazón que busca acabar con los manglares y toda la riqueza cultural de la zona, construyendo un hotelote bien chingón, propiedad de un mono ahí bien guapo, del que seguramente se va a enamorar, porque en el póster están los dos abrazados (dah). Por eso la ricarda se une a su amigo y crean su propia compañía de ecoturismo con la que defenderán a los mayas, así bien chingón.

Es más predecible que un discurso de López Obrador, cursi como la chingada (la chingada es muy cursi), tan llena de clichés como de rolas choteadas y por si fuera poco, llega Eric del Castillo a hacerla de sí mismo, como si no fuera ya un abuso cobrar 50 varos por el boleto.

No me salí nomás porque me acordé que afuera del cine estaba Campeche, una ciudad en la que no hay nada mejor que hacer que esperar bajo el sol a que llegue la muerte. Cuando me muera, voy a querer recuperar esa hora y media para despedirme de mi mamá o algo más productivo.

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