Como escena de película épica, donde los jinetes cabalgan hacia el campo de batalla ondeando sus banderas de guerra contra el viento, decenas de automóviles con banderas en amarillo y azul colman las avenidas Tlalpan, del Imán y el Periférico, porque esta noche todos los caminos llevan al azteca.
¿Le sobraban o le faltan? Pregunta la horda hambrienta de revendedores a las afueras del coloso de Santa Úrsula. El ingreso es lento, los más próximos a las entradas de la bestia apresuran el paso para alcanzar a la repartición de las playeras conmemorativas del evento, mismas que ayudan a pintar la tribuna de un amarillo uniforme al interior.
Minutos antes del inicio de las hostilidades, sueltan a los pizzeros quienes entran 20 o tal vez más por un solo acceso y se reparten por la grada entera. Desde hace casi una hora, un joven voltea cada diez minutos hacia arriba y grita ¡chelas!, a lo que el cervecero responde con dos vasos espumosos para acallar esa sed. Atrás de él, un niño que jamás ha pisado este sagrado recinto viste orgulloso su nueva prenda amarilla, refleja en su rostro la impaciencia por el silbatazo inicial.
La pelota rueda sobre el césped e incendia el gentío alrededor, pocos instantes después, esas 80 mil bocas gritan al unísono el gol de Salvador Cabañas que pone los cartones un gol a cero a favor del América sobre el conjunto argentino Arsenal. Por desgracia para los de amarillo, los 11 en la cancha y los miles alrededor, el equipo visitante empareja el marcador con un cabezazo producto de un tiro libre que no logra detener Guillermo Ochoa. El estadio no enmudece, sigue cantando, parece no importarle el contratiempo que por momentos parece haber aguado la fiesta hacia el título en esta final de la copa sudamericana. La monumental canta, contagia a todos los presentes, “vamos América que esta noche tenemos que ganar” corea el inmueble entero. El grito de ¡puto! amedrenta al portero rival cada que éste despeja de puerta. Los oles aparecen cuando los argentinos no consiguen el balón. Pero todo está disimulado, porque el apoyo de los aficionados locales poco a poco se convierte en recriminaciones, mentadas de madre, apuntes técnicos sobre piezas de ajedrez sordas, ineficaces al ataque, nerviosas a la defensiva, dudosas de iniciativa. Tocan de aquí a allá la pelota, nadie se atreve a desbordar, a mostrar talento, a hacer la diferencia, los minutos pasan hasta que nuevamente la ocarina del silbante enfría todo indicando el entretiempo. El estadio abuchea.
En el medio tiempo la mitad de los asistentes corren al baño, el antes mencionado tipo sediento sigue saturándose de cerveza, en su mano yacen como diez vasos apilados uno sobre otro, siendo el último quien guarda los últimos resquicios de la recién sacrificada. Sobre el césped bailan siete edecanes enfundadas en una licra azul que se les embarra en el cuerpo, con el patrocinio en el prominente pecho y la toma de la cámara enfocada en sus inquietas nalgas bailando al compás de la música, mientras todo el respetable las puede apreciar en las pantallas gigantes, por lo que varios comentarios, piropos, propuestas indecorosas, chiflidos y hasta frases misóginas que harían sonrojar al mismísimo Gerardo Fernández Noroña se dejan escuchar en los oídos el estadio. Tras varios intentos, por lo menos unos cinco, la ola amarilla recorre el azteca de cabo rabo.
El América vuelve al terreno de juego, segundos después lo hace el Arsenal bajo la rechifla constante que los recibió desde que salieron a calentar hace una hora ya. El juego se reinicia con la misma intensidad, la cual nuevamente provoca la caída del marco visitante tras un despedazante tiro de Alejandro Arguello que penetra la portería furioso en el mero ángulo. La fiesta vuelve, los gritos regresan y la alegría se vislumbra al horizonte, pero desgraciadamente no duró mucho el gusto ya que un error en la defensa ha igualado el marcador otra vez. Las caras de decepción hacen acto de presencia, no en el alegre bebedor que tambaleante apenas puede abrirse paso hacia la salida para ir al baño. Sólo la monumental canta, por momentos contagia pero los 11 en la cancha no ayudan mucho al ser nulificados una y otra vez por el rival. Por si fuera poco, otro error en la defensa provoca lo impensable; el conjunto argentino le ha dado la vuelta al marcador y el 2 – 3 se deja ver en el marcador. En un acto de desesperación, el estadio entero canta el desesperado “sí se puede” en un intento de conjurar el milagro, mismo que hasta el último minuto, la última jugada, amagó con aparecer tras los embates azulcremas.
Desde minutos antes del final, la gente abandonaba sus butacas en busca de la salida. Abajo, un reducido grupo de aficionados del Arsenal festeja su triunfo con el sabor engreído característico de los argentinos, provocando posteriormente un riña a golpes que la policía logra apaciguar.
Todo termina con una derrota, las nuevas camisetas de regalo que con orgullo se portaban ahora son arrojadas al campo de juego. Una noche triste, decepcionante, que no deja más remedio que vergonzosamente esperar la acción divina en la vuelta.
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