lunes, 28 de mayo de 2012

Es por amooor

Es por amor, como dice la canción del grupo Git (chale, ¡qué anciano estoy!), que uno sale a la calle todos los días dispuesto a enfrentar al mundo, a repartir pesos a los limpiaparabrisas de cada semáforo, mentadas a quienes entorpecen el tráfico por las mañanas, reproches a los que malplanean las obras públicas, miedo a los que viven para hacer daño al prójimo, tolerancia a las secreciones corporales del de junto cuando se viaja en Metro en hora pico, valor a las inclemencias del tiempo y coraje al trabajo malpagado de esta ciudad.

La vida se podría definir como una lucha eterna entre el amor y la muerte, porque aunque sepamos que invariablemente siempre ganará la muerte, debemos apostarle todo al amor (¿de dónde me robé eso?). Sólo así se puede sobrevivir todos los días, volteando a ver a cualquier otro lado que no sea nuestra propia miseria.

Sin embargo, como diría el compositor Manuel Alejandro, en voz de José José (antes de que la voz del Príncipe fuera consumida por el Don Pedro): “porque el tiempo tiene grietas, porque grietas tiene el alma, porque nada es para siempre y hasta la belleza cansa. ¡El amor…!”

viernes, 25 de mayo de 2012

956

Tuve que esperar a que la puerta de la casa se cerrara tras de mí, porque qué oso me da llorar en el pesero.


¡Sírveme otra Armando!, pedí con el vaso en la mano extendida, mientras el cantinero observaba cómo mis lágrimas se confundían con las gotitas de mezcal que se habían derramado en la barra a lo largo de las últimas rondas, que se prolongaron hasta que la cortina del bar se cerró para que pudiera envenenarme a gusto y cumplir con la Ley de establecimientos mercantiles al mismo tiempo.

“Estoy cansado de estar solo. Aún tengo un poco de amor para dar. ¿Podrías hacer como si de veras te importara?”, cantaba la voz de seda de Roy Orbison, acompañada de Jeff Lynne, Bob Dylan y Tom Petty, en un viejo video de los Traveling Wilburys sonando en la pantalla de un toda-vía-más viejo televisor sintonizado en el canal VH1 en una de las paredes. El último madrazo recorría mi garganta, tan anestesiada ya que no necesitaba del sabor del limón para aminorar el patetismo.

Mis ojos en blanco se secaron de tanto olvidar. Armando aprovechó el lapsus para recoger las llaves del Mustang rojo estacionado en la banqueta, para evitar que al salir lo estrellara contra la parada del Metrobús Jardín Pushkin. No fuera a perder a uno de los clientes más fieles que tiene el bar La giralda, donde paso las noches convenciéndome a mí mismo de que vale la pena morir de amor.
¡Salud!
 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Más días de rock



miércoles, 16 de mayo de 2012

Adiós al maestro (pfff)

Ahora resulta que todo el mundo leyó a Carlos Fuentes, que todos lamentan su muerte y que la humanidad entera considera que su deceso es una gran pérdida para las letras en Iberoamérica. ¡Ay-no-mamen!

Carlos fuentes era un escritor sobrevalorado, famoso más por su activismo político que por sus letras, cuyo máximo mérito es haber hecho enojar al ex secretario del Trabajo, Carlos Abascal, por un fragmento ligeramente subido de tono de su libro Aura, texto que era leído en las preparatorias, precisamente es el más citado y referenciado por el público en general, únicamente por ese escandalito.

Era tan choteado y tan lugar común que hasta Enrique Peña Nieto lo llegó a citar (mal, porque lo confundió con Enrique Krauze) con aquella cosa sin pies ni cabeza que se llamaba La silla del águila, novela epistolar que describe las pugnas por la Presidencia de la República, escrita de tal forma que pareciera que los diálogos los inventó un niño muy mamón jugando con sus muñecos.

De sus obras más representativas, La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente, se dice que son fusiles descarados de Mientras agonizo de William Faulkner y The Manhattan transfer de John Dos Passos, respectivamente.

De aquellas plumas sobrevaluadas, se fue Monsiváis, ahora Fuentes y ya sólo falta Elena Poniatowska, que el sábado cumple 80… ¡a ver si llega! 

¡Uts!

lunes, 14 de mayo de 2012

Días de rock

martes, 8 de mayo de 2012

Yo la vi primero

Corría el año 2010. Era enero todavía y hacía frío, según puedo recordar por la erección de mis pezones en una foto mental que guardo del momento. La euforia previa al mundial comenzaba a desbordarse y yo presumía el ser de los pocos que compraron la camiseta negra de la Selección Nacional antes de que se agotara en las tiendas. En ese entonces, el hecho de ostentarme como una celebridad de la radio nocturna, sin contar con que estaba yo completamente drogado, me permitía perrear con soltura en los congales de esta ciudad, sintiéndome una versión mejorada de Pedro Weber Chatanuga.

Entonces ahí estaba yo, en algún antro pirrurris de Santa Fe al cual fui a caer por obra de esa larga colección de malas influencias a la que llamo amigos. Parada junto a la barra del bar, esperando a alguien más con la mirada impaciente, ella escaneaba por sobre las cabezas de la multitud ayudada de sus tacones de 27 centímetros con plataforma, diseñados científicamente para parar nalga y remarcar esa curvatura de su baja espalda, presumiendo con un escote similar al que volvió loco a Gabriel Quadri.

Era ella, la musa que desde el domingo por las noches ha inspirado miles de chamarras en el país: Julia Orayen, la edecán del debate, cuyo nombre desconocí por más de dos años hasta ahora que su fama se desbordó por la abertura frontal de su vestido blanco.

“Le baila”, pregunté hablándole de usté para demostrar cierto respeto. “No, me entra justo”, me mandó a la chingada. 

¡Chá!

viernes, 4 de mayo de 2012

Ligar con clase


Falda cortita, medias discretas con diseño, bototas de piel con taconsotes, blusa ceñida de escote con vista al paraíso, cuyo conjunto dibuja la silueta de un derrière (cola, pa’ los que no mascan el francés) tan perfecto que quisiera descargarle todas mis frustraciones encima. Sentada en la barra de La chopería (Mazarik y Newton, en Polanco), la propietaria de ese cuerpo que desbarataría al de granaderos de la SSP-DF me mira mientras sonriente recoge su cabello con la mano detrás de la oreja. No sé cómo le voy a hacer, pero en mi mente exclamo ¡ya chingué!

Al acercarme con cierto sigilo y deslizarme al asiento más próximo al suyo de ella, con un gesto llamo al cantinero. Un martini: tres medidas de Gordon's, una de vodka, media de Kina Lillet en copa grande de champagne con una tira larga de piel de limón, agitado no revuelto (¡ay güey!). Receta que memoricé de una película de James Bond, el llamado dobl ou seven, del que se desprende mi nombre de agente secreto: el dobl ou semen.

La sonrisa 32, mirada 14 y aquella frase de “soy un autor publicado, bésame” a punto de salir de mi boca, doy un trago a mi trago antes de tirarle bola baja para que afloje, cuando la garganta se cierra, el estómago se contrae, los pulmones se bloquean y los ojos se desorbitan para dar paso a una tos de perro. ¿Cómo le hace Daniel Craig para no ahogarse con esa madre?

¡Salud!

martes, 1 de mayo de 2012

Chin chin, mocos mocos

La noche era nocturna (tamborazos pum-pum-púm). La calle fría y mal iluminada. Eran como las tres de la mañana cuando mis pies comenzaron a chorrear líquido de transmisión. O pudo ser que ya me había meado encima. Mi cama lucía distante aún a lo lejos sobre avenida Universidad y mis ojos se negaban a permanecer abiertos o enfocados en otra cosa que no fueran las chichis de un anuncio espectacular de lencería en lo alto de un edificio.

Con el caminar arrastrado y cabisbajeado, lo que resta de mi humanidad fue iluminada por las luces de un automóvil que estuvo a punto de convertirme en una mancha de whiskey, caca y semen sobre la banqueta. Chingatumadre, reclamé a aquel amante del cine de medianoche que quemó balatas al oír mi verso al salir de esa plaza comercial cuyo nombre no diré pero éste empieza con “Pabellón” y termina con “Del Valle”.

Del vehículo descendió un ser con capacidades diferentes (quelellaman-queledicen), a juzgar por su metro y medio de estatura y una panza más grande que mi ego, con sudadera azul con rayas blancas y rojas en el abdomen y en el pecho una estrella, además de capucha con antifaz y alitas en las sienes, a hacérmela de queso de puerco.

Mira pinchi Capitán Tlanepantla, le dije mientras le metía un cabezazo que lo dejó tumbado y floreado en el pavimento, antes de que pudiera sacar su escudo de poder o el bastón del volante, en su defecto, para reventarme la madre como buen superhéroe que es. Antes de que se levantara, aproveché la urgencia para descargar las frustraciones de mi vejiga sobre su marrana humanidad, con la moraleja implicitita de que no por vestir como los personajes de la película que acabas de ver vas a poder sacudírtela en la cara de quien quieras. Por eso aproveché para llevarme su coche y llegar más rápido a jetear.

¡Guac!